viernes, junio 26, 2015

Adopción Celestial

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Por Jeremiah Johnson

¿Has pensado por qué la Escritura nos anima a llamar a Dios nuestro Padre? ¿A qué verdades eternas señalan ese simple título, y qué nos enseña sobre el cambio radical que Dios ha obrado en la vida de los que le aman?

Comenzamos esta serie, considerando el estado del hombre –irremediablemente perdido impenitente en su pecado y condenado a sufrir la retribución debida a su pecado. Pero como hemos visto, Dios en su gracia intervino, transformando Su pueblo por la gracia mediante la fe, y equipándolos para la justicia y un hogar eterno con Él. Es apropiado, entonces, concluir esta serie, considerando la realidad gloriosa de la nueva posición del hombre redimido en Cristo.

En concreto, vamos a ver un ejemplo en particular, que la Escritura utiliza regularmente para describir nuestra nueva relación con Dios. En su libro Esclavos, John MacArthur describe esta hermosa y edificante analogía:

Es una verdad maravillosa comprender que Dios, en su gracia, nos liberaría del pecado y nos haría sus esclavos. ¡Qué privilegio es para nosotros conocer y obedecer al Amo celestial!. . . . . . No obstante, el Señor concedió una distinción mucho mayor para aquellos que le pertenecen.

Al liberarnos de la destitución del pecado, Dios no solo nos recibe como sus esclavos, también nos acogió en su casa y nos hizo miembros de su propia familia. No solo nos rescató, nos compró, nos ofreció amistad y nos aceptó; también nos adoptó, transformando, por consiguiente, a aquellos que anteriormente eran hijos de ira (Efesios 2.3) en hijos e hijas de justicia. Todo eso es posible mediante el trabajo redentor de Cristo, que es el «Hijo unigénito» (Juan 3.16) y el «primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8.29; cp. Apocalipsis 1.5)..

El término adopción está lleno de ideas acerca de la compasión, la bondad, la gracia y el amor. [1] Slave, 154-155

Una Ilustración del Primer Siglo

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con la adopción en el siglo XXI, después de todo es una práctica relativamente común. Pero no era tan común en el mundo del Nuevo Testamento. Para ayudarnos a entender el peso y la vívida imagen de la metáfora bíblica, John explica lo que era una adopción en la sociedad romana.

Aunque la adopción formal de esclavos era de alguna manera inusual, se permitía bajo la ley romana y ocurrió en ciertos casos. La extraordinaria naturaleza de la práctica hace del amor adoptivo de Dios por nosotros lo más notable de todo, en esto Él ha hecho lo más inesperado al adoptar a todos sus esclavos como hijos propios y nombrarlos sus herederos (Romanos 8.17). En la Roma antigua, el acto de la adopción inmediatamente otorgaba al antiguo esclavo su libertad, ubicándolo de manera permanente en la familia de su amo. Por eso, también como hijos adoptivos de Dios, se nos ha liberado de la esclavitud del pecado. Más que ello, podemos descansar seguros al saber que se nos ha dado un lugar permanente en la familia de Dios.

La adopción en los tiempos romanos significaba un comienzo nuevo: la entrada en una familia nueva al punto que los lazos y obligaciones con la anterior se rompían. El proceso de adopción consistía en varios procedimientos legales específicos. El primer paso ponía fin por completo a las relaciones sociales y a la conexión legal del hijo adoptado con su familia natural. El segundo paso lo convertía en un miembro permanente de su familia nueva.. . . . . .

Una vez completada la adopción, el nuevo hijo o hija, estaba entonces totalmente bajo el cuidado y control del nuevo padre. El padre anterior no tenía ya ninguna autoridad sobre su antiguo hijo. En las familias romanas, la autoridad del paterfamilias («padre de familia») era definitiva y absoluta. Esa autoridad se extendía a los adoptados en la familia, comenzando en el momento de su adopción [2] 155-157

Así lo es con nosotros, el Señor al ver a los perdidos y malvados "hijos de ira" (Efesios 2:3), rompe las cadenas de nuestro antiguo amo (el pecado — Romanos 6:17), y nos aleja de la autoridad de nuestro ex padre (el diablo —Juan 8:44). Todos los vínculos con nuestra vida anterior se rompen y somos injertados en Su familia eterna y tratados como si hubiéramos estado allí todo el tiempo. Desde la perspectiva de nuestro Padre celestial, ningún indicio de nuestra vida pasada perdura, y nada de la antigua animosidad entre nosotros permanece. Nosotros somos Sus hijos, sometiéndonos a Su autoridad y descansando bajo Su cuidado.

Como se pueden imaginar, los beneficios de dicha adopción celestial son muy amplias, como lo ilustra John MacArthur,

Además por nuestra posición en Cristo, Dios ahora nos mira y nos trata como lo hace con su propio Hijo, con amor infinito.24 El Padre no puede dar otra cosa sino lo mejor de sí a su Hijo. Igualmente, no dará otra cosa sino lo mejor de Él a aquellos que estamos en Cristo, es por eso que «sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8.28).). [3] 157-158

Al reflexionar sobre las bendiciones eternas y privilegios de adopción celestial, D. Martyn Lloyd-Jones escribió:

Si Dios le ha adoptado en su familia, si usted es un hijo de Dios, su destino es seguro, es cierto. . . . . . . Es una garantía. Si Dios me ha introducido en la familia no sólo soy un hijo, soy un heredero, y nada, y nadie puede robarme la herencia. [4] D. Martyn Lloyd-Jones, Great Doctrines of the Bible (Wheaton: Crossway, 2003), 189

Y no es sólo el Padre que nos da la bienvenida al hogar celestial. El escritor de Hebreos describe cómo nuestra adopción espiritual también da forma a nuestra relación eterna con Cristo. “Porque tanto el que santifica como los que son santificados, son todos de un Padre; por lo cual El no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11).

Pablo y la Adopción

El apóstol Pablo habría estado familiarizado con el método y el significado de la adopción en la sociedad romana, y coloca el lenguaje de la adopción a un vívido uso en sus epístolas. Consideraremos dos ejemplos conmovedores.

En su carta a los Gálatas, describió cómo la adopción espiritual de Dios había liberado a creyentes del legalismo rígido del judaísmo.

Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre! Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios (Gálatas 4:4-7)

Para los romanos, enfatizó como en la adopción celestial nos libera de la esclavitud del pecado y de sus consecuencias eternas.

Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu[b] de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con El a fin de que también seamos glorificados con El. (Romanos 8:14-17)

En Esclavo, John MacArthur explica cómo esos pasajes enfatizan la importancia y el valor de nuestra adopción en la familia de Dios.

Aunque anteriormente estábamos esclavizados al pecado y a la condenación de la ley, se nos ha liberado permanentemente mediante la adopción en la familia de Dios. Como sus hijos adoptivos, gozamos del privilegio profundo de una relación íntima con nuestro Padre celestial, a quien clamamos con cariño infantil: «¡Abba!»

Abba es un término arameo informal para «Padre», un vocablo afectuoso e íntimo. Expresa ternura, dependencia y una seguridad infantil que carece de cualquier ansiedad o miedo. El mismo Jesús lo utilizó en el jardín de Getsemaní cuando derramó su corazón ante su Padre (Marcos 14.36). El hecho de que se nos permita dirigirnos al Padre de la misma manera en que lo hizo Jesús, destaca la magnificente realidad de nuestra adopción. Que se nos considere «herederos de Dios y coherederos con Cristo» es una verdad notable que nunca deberíamos dar por segura.

Tal es el gozo y la maravilla de la salvación; pensar que nosotros, que una vez fuimos esclavos del pecado, súbditos de Satanás e hijos de desobediencia, somos ahora y para siempre esclavos de Cristo, ciudadanos del cielo e hijos de Dios. Como enemigos que éramos, ni siquiera merecíamos ser sus esclavos. Sin embargo, nos hizo ambas cosas: sus esclavos y sus hijos. La realidad incomparable de la adopción es esta: Si Dios es nuestro Amo, también es nuestro Padre. - Esclavo, 159-160


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